La importancia que damos a nuestro aspecto no es una cuestión exclusiva de nuestro tiempo, sino algo que aparece en la mayoría de culturas en todas las épocas. Es muy probable que su origen pueda explicarse desde un punto de vista biológico, como un factor decisivo en las probabilidades de los individuos para poder reproducirse. En cualquier caso, el hecho de que lo bello sea una cuestión extremadamente subjetiva ha asegurado la continuidad de la especie sin especiales sobresaltos.
Actualmente, sin embargo, asistimos a una hipertrofia del valor de la apariencia. Estamos expuestos a un bombardeo constante de ideas acerca de lo que es estéticamente deseable y resulta común que cedamos a la presión “ambiental”. En la mayoría de los casos esa debilidad adopta la forma de una preocupación más o menos leve que modifica nuestra conducta de modos diversos. Sin embargo, cuando se llega a la invención de defectos físicos o a una exageración malsana de alguna imperfección real, es que se ha cruzado la frontera de lo patológico.
El trastorno dismórfico corporal o dismorfofobia suele estar referido la mayoría de las veces a supuestos defectos en la cabeza, concretamente en la cara, aunque cualquier otra parte del cuerpo puede ser motivo de fijación. Debe diferenciarse de una mera preocupación, que, como se ha dicho, puede estar justificada y ser congruente con los tiempos que vivimos. Por contra, la persona que padece este trastorno se ve sometida a una auténtica tortura que puede llevarla a tener serios problemas sociales, laborales o en otras áreas importantes.
Los pensamientos sobre las partes del cuerpo afectadas, que a veces son varias o van mutando según el momento, empiezan a ocupar cada vez más tiempo, hasta llegar a ser obsesivos. Los supuestos defectos tienden a no ser descritos con detalle porque eso acrecienta el malestar, así que se refieren vaguedades acerca de la fealdad sin acabar de concretar cuál es la preocupación real. En una primera fase, pueden existir comportamientos de comprobación y aseo con el objetivo de disminuir la ansiedad, pero esto acaba provocando el efecto contrario. Por ello, en una segunda fase, pueden aparecer conductas de evitación y ocultación de espejos o lugares donde puedan verse reflejados o vistos por otras personas. Estas fases pueden irse alternando eternamente o pueden desembocar en delirios, aislamiento, obsesión e, incluso, suicidio. Los tratamientos médicos, odontológicos y quirúrgicos no consiguen aliviar el trastorno y acaban provocando que la persona afectada se sienta a disgusto con las partes de su cuerpo modificadas o sustituidas artificialmente.
El hecho de que haya que ser extremadamente cuidadoso en la diferenciación de la dismorfofobia por la proliferación y semejanza de otros trastornos es tal vez un signo claro de la locura generalizada que provoca el estilo de vida predominante. Por ejemplo, es frecuente que si todo gira alrededor del peso se trate de una anorexia nerviosa; o que si existe un malestar por características sexuales pueda tratarse de un trastorno de la identidad sexual. Por otro lado, el trastorno por evitación o la fobia social, suelen asociarse a episodios de preocupación por defectos reales del aspecto físico. De modo análogo, se puede confundir a una persona con trastorno dismórfico con alguien que sufra trastorno obsesivo-compulsivo y cuya fijación momentánea esté centrada en alguna parte de su cuerpo.